miércoles, 8 de mayo de 2024

Somos estirpe suya


Las redes sociales funcionan con una lógica que me desconcierta. Si tú publicas un artículo sobre un asunto de actualidad tratando de ofrecer información y argumentos, es probable que recibas algunos “me gusta” (en general, pocos y como a regañadientes) y algún que otro comentario. Pero si publicas una foto en la que apareces haciendo cualquier cosa o en pose interesante y añades una frase que suene más o menos poética o divertida, enseguida llueven los “me gusta”. No importa si eso es un claro signo de narcisismo o exhibicionismo. Los usuarios disfrutan con eso. No les interesa mucho pensar, sino sentir. Está claro que las redes privilegian las emociones sobre las reflexiones. 

De hecho, las reacciones posibles no son “estoy de acuerdo” o “estoy en desacuerdo”, sino “me gusta”, “me encanta”, “me importa”, “me divierte”, “me asombra”, “me entristece” o “me enfada”. El emotivismo se ha impuesto en la sociedad posmoderna. El objetivo es provocar sentimientos y minimizar los razonamientos. Si seguimos por este camino, vamos a llegar a un tipo de persona con una sensibilidad a flor de piel y una escasa capacidad crítica. ¿No es este el mejor camino para el vaciamiento personal y la manipulación?


Escribo sobre este asunto porque la primera lectura de la liturgia de hoy me ha dado pie para ello (cf. Hch 17,22-34). Pablo se encuentra en el Areópago de Atenas. Lucas, el autor de los Hechos de los Apóstoles, pone en sus labios un discurso que se convierte en modelo de predicación a los gentiles, un discurso que hoy llamaríamos “inculturado”. Pablo, buen conocedor de la cultura griega y maestro en el idioma, comienza ganándose la benevolencia de los atenienses aludiendo al altar “al dios desconocido” que ha encontrado visitando los monumentos de la ciudad y a las composiciones de algunos poetas griegos que han afirmado que “somos estirpe suya”, de ese Dios que “no está lejos de ninguno de nosotros, pues en él vivimos, nos movemos y existimos”. 

La composición del discurso es impecable. El objetivo es conectar la novedad del mensaje cristiano con las búsquedas religiosas de los griegos. Pero el flujo del discurso tropieza con la piedra de la resurrección: “Al oír «resurrección de entre los muertos», unos lo tomaban a broma, otros dijeron: «De esto te oiremos hablar en otra ocasión»”. El resultado es que la mayoría de los oyentes no acepta el mensaje de Pablo, aunque “algunos se le juntaron y creyeron”. Siempre hay una minoría que se sale de la masa.


Los discursos bien articulados son imprescindibles para mostrar la inteligibilidad de la fe y su compatibilidad con la razón, pero pocas veces mueven a la conversión. La fe tiene un componente emocional que escapa a nuestro control. A veces, lo que uno menos imagina (una imagen, una canción, un apretón de manos, una sonrisa) tiene más poder que un argumento bien trabado. Puede que resulte descorazonador, pero los seres humanos nos compartamos así. Las redes sociales son un inmenso escaparate donde esta lógica impera. 

El director de un taller de oratoria en el que participé hace unos años repetía a menudo que los grupos de más de quince personas no son grupos reflexivos sino emocionales. Quizá por eso los políticos en sus mítines y los cantantes en sus conciertos se dejan de argumentos y apelan siempre a las emociones. Mi pregunta es si esa primera conexión lleva a algo serio y duradero o, por intensa que sea, es efímera y muere con la misma velocidad con que nace. No lo tengo tan claro. Bueno, quizás sí lo tengo claro, pero no puedo sustraerme al influjo del ambiente emotivista que vivimos.


martes, 7 de mayo de 2024

Un hombre decisivo


Para el filósofo germano-suizo Karl Jaspers (1883-1969), autor de una magna colección sobre “los esenciales de la filosofía”, hay cuatro personajes (dos de Oriente y dos de Occidente) que han sido los más influyentes en la historia de la humanidad. Por eso los denomina “los hombres decisivos”. En este selecto y minoritario grupo no hay ninguna mujer. Sus nombres son de sobra conocidos: Sócrates (s. V a. C), Buda (s. VI-V a. C), Confucio (VI-V a. C) y Jesús (s. I). 

Es curioso que tres de ellos vivieron alrededor del siglo V antes de Cristo, un momento álgido en la historia de la humanidad. Aunque se podrían añadir otros nombres, es evidente que estos cuatro personajes han marcado un modo de ver la realidad y de comportarnos como seres humanos. Seguimos viviendo de su influjo, incluso cuando nos oponemos a él o lo ignoramos. Esto es sorprendente. ¿Por qué, entre los miles de millones de seres humanos que han existido a la lo largo de la historia, algunos se convierten en faros que iluminan a los demás?


Hablo de estos “hombres decisivos” (creo que en una lista ampliada habría que incluir sin ninguna duda a algunas mujeres como María de Nazaret) porque hoy conmemoramos el 74 aniversario de la canonización de san Antonio María Claret. Su influjo no es comparable al de los cuatro grandes, pero, en una escala muy reducida, también ha sido un “hombre decisivo” para quienes inspiramos nuestra vida en su forma de seguir a Jesús y de vivir el Evangelio. 

A medida que pasa el tiempo, su figura resulta más atractiva, aunque no tiene los índices de popularidad de otros santos del pasado (Francisco de Asís, Antonio de Padua o Teresa de Jesús) o del presente (Pío de Pietrelcina, Teresa de Calcuta o Juan Pablo II). Si hay algo que llama la atención en la vida de Claret es su capacidad para -en palabras de Pío XII- “ensamblar contrastes”. Aunque en una entrada escrita hace cuatro años ya transcribí las palabras que el Papa pronunció en español al día siguiente de la canonización, las repito hoy porque es difícil encontrar una semblanza del santo catalán más clara, concisa y hermosa:
“Alma grande, nacida como para ensamblar contrastes; pudo ser humilde de origen y glorioso a los ojos del mundo; pequeño de cuerpo, pero de espíritu gigante; de apariencia modesta, pero capacísimo de imponer respeto incluso a los grandes de la tierra; fuerte de carácter, pero con la suave dulzura de quien sabe el freno de la austeridad y de la penitencia; siempre en la presencia de Dios aun en medio de su prodigiosa actividad exterior; calumniado y admirado, festejado y perseguido. Y entre tantas maravillas, como luz suave que todo lo ilumina, su devoción a la Madre de Dios”.


Dentro de un par de meses los claretianos celebraremos los 175 años de la fundación de nuestra congregación misionera. Por un año no coincide esa efeméride con los 75 años de la canonización del fundador. En cualquier caso, estamos viviendo fechas que nos invitan a valorar y actualizar el legado recibido. No se trata de hacer un panegírico exagerado de un ser humano que, como todos, fue hijo de su tiempo, sino de agradecer el hecho de que sea un “hombre decisivo” (por utilizar la expresión de Karl Jaspers), una mediación del Espíritu, en el itinerario vocacional de muchas personas, entre las cuales me cuento.

sábado, 4 de mayo de 2024

El café de las 10


Me gusta caminar por el bosque a primera hora de la mañana. Hoy la temperatura era suave. En algunos hoteles todavía quedaban miembros de los equipos ciclistas que ayer participaron en la etapa de La Vuelta a España femenina que comenzó en Tarazona y terminó en la Laguna Negra de Vinuesa. La seguí por televisión. Admiré la fuerza de las ciclistas cuando tuvieron que superar repechos de hasta un 14% de desnivel. Al final, se impuso la francesa Evita Muzik. 

Como me sucedió el pasado mes de setiembre, cuando La Vuelta masculina terminó también en la Laguna Negra, me sorprendí de las soberbias imágenes que se transmitían desde los helicópteros. En esta ocasión la gran diferencia es que ayer el pico Urbión aparecía cubierto de nieve mientras la laguna exhibía un verde acuoso. Las masas de pinos, robles y hayas, contempladas desde la altura, parecen un inmenso de tapiz de infinitas tonalidades. Me alegro de haber nacido en este rincón de la cordillera ibérica en el que los montes y el agua de los ríos y del embalse dibujan un paisaje sobrecogedor.


Un poco antes de las diez, un amigo mío me llama por teléfono para invitarme al café de las diez. Cada día, en un hotel abierto al pinar, se dan cita algunos amigos para tomar el café matutino y, sobre todo, hablar y ponerse al día. Antes y después, cada uno está en su trabajo. Cuando estoy por aquí, me uno de vez en cuando a la cita. Me parece un oasis en medio de la indiferencia que a menudo caracteriza las relaciones humanas en las ciudades. 

Hoy he compartido con ellos mi reciente viaje a Polonia e Italia. Hemos hablado sobre la arquitectura de las casas polacas, las azaleas de la plaza de España en Roma y sobre la importancia de saber lenguas para poder moverse por el mundo. No hemos arreglado ningún problema, ni las guerras de Ucrania y Gaza, ni el reciente conflicto diplomático entre los gobiernos de España y Argentina y ni siquiera algunas cuestiones municipales de menor importancia. Las conversaciones entre amigos no buscan arreglar el mundo, sino simplemente recrear cómo sería el mundo si todos nos aceptásemos como somos. Ni que decir tiene que en ese grupo heterogéneo hay un poco de todo.


Creo que hace años hice en este blog un elogio del café. Es obvio que mi intención no era elogiar una bebida caliente importada de Sudamérica, sino glosar la importancia de la conversación en torno a un café. Sé que en las oficinas y fábricas está muy limitado el tiempo dedicado a conversar. Pero, cuando estos encuentros se dan fuera del ámbito laboral, sin las prisas de quien tiene que continuar trabajando, adquieren el valor de un “sacramento” de la vida, dicho sea en un sentido muy laxo. 

Los seres humanos necesitamos perder el tiempo y conversar. Es probable que, a primera vista, nos volvamos menos productivos, pero, a la larga, habremos creado ambientes más satisfactorios. Las personas, cuando nos encontramos a gusto, damos lo mejor de nosotros mismos. Y entonces, paradójicamente, producimos más. Esto lo saben muy bien algunas multinacionales que crean espacios lúdicos entre sus empleados.

viernes, 3 de mayo de 2024

Cada vez tengo más fe en Dios


He titulado la entrada de hoy con una frase que me mandó un amigo mío colombiano por Whatsapp hace un par de días. Es un abogado de 48 años. Cuando lo conocí era un joven novicio claretiano. Durante mi visita a la zona del Chocó, él y otro compañero suyo me acompañaron durante la semana que pasé en la selva chocoana viviendo con la tribu de los emberá. La experiencia fue fascinante. Mientras la vivía, tuve la impresión de que nunca más repetiría algo parecido. Navegamos por varios afluentes del Atrato en frágiles botes de madera, caminamos jornadas interminables con nuestras mochilas cargadas por una selva intrincada en la que parecía que nos faltaba el oxígeno. 

Dormimos en los tambos cónicos de los indígenas, bebimos la chicha de sus fiestas en escudillas de coco sin llegar a emborracharnos como ellos y nos bañamos por la tarde en los ríos caudalosos. Creo que nunca he saboreado tanto una piña tropical como cuando, tras una caminata interminable, llegamos a una aldea exhaustos y hambrientos. A lo largo de aquella semana inolvidable, tuvimos conversaciones muy íntimas. Mi amigo me confesó sus inclinaciones políticas (claramente escoradas a la izquierda) y su combate de la fe.


A lo largo de estos años su trayectoria vital ha sufrido fuertes altibajos. Ahora goza de estabilidad laboral y afectiva. Hacía meses que no nos comunicábamos. Quizá por eso me ha sorprendido más su frase: “Cada vez tengo más fe en Dios”. A veces, tenemos que atravesar un largo desierto de dudas, preguntas y crisis para llegar a la tierra prometida de una fe serena. Dios no tiene prisa. Cada uno de nosotros seguimos itinerarios distintos. 

A medida que nos hacemos mayores y percibimos con más hondura el misterio de la existencia, intuimos que somos sostenidos por un Amor que es origen y meta de todo cuanto existe. Curados de nuestro orgullo, escarmentados por muchas experiencias dolorosas, nos abrimos humildemente a la gracia. A veces, esta apertura está provocada por un destello de luz en medio del claroscuro de nuestra vida, pero, por lo general, se va dando poco a poco, sin estridencias, como una espiga de trigo que va creciendo con serenidad.


Hemos acentuado tanto que vivimos tiempos de secularización, escuchamos a menudo el testimonio de personas famosas que dicen no creer en Dios, que, sin darnos cuenta, hemos interiorizado que la fe es algo raro, casi impropio de personas que han desarrollado una gran capacidad crítica y que presumen de no comulgar con ruedas de molino. Pero, en realidad, solo una pequeña parte del mundo occidental entiende así la vida. La mayor parte de los seres humanos, tanto en el pasado como en el presente, han creído en Dios de múltiples maneras. 

Sería muy presuntuoso por nuestra parte considerar que todos ellos eran poco inteligentes o que no tenían la capacidad crítica que tenemos nosotros. En realidad, tenían una capacidad de admiración y de alabanza que hemos perdido en buena medida en las sociedades técnica y económicamente desarrolladas. Por eso, es un milagro encontrar a alguien que, tras un periplo vital complejo, confiesa con humildad: “Cada vez tengo más fe en Dios”. Estoy seguro de que mi amigo no es el único que se atreve a hacer esta confesión.

jueves, 2 de mayo de 2024

José, ruega por nosotros


Mayo ha comenzado con rasgos de marzo. Sigue haciendo frío. Llueve o graniza a rachas. El campo está más que verde. Recuerdo que ayer fue el Día Internacional de los Trabajadores. Conmemoramos también a san José obrero. Cuando se instituyó la fiesta estaban en auge los movimientos obreros. Hoy vivimos otra situación. Las leyes tutelan muchos derechos de los trabajadores. En principio, no se dan los abusos de hace cien años, pero hay nuevas formas de precariedad, temporalidad excesiva, explotación y acoso. Sigue habiendo muchas personas en paro y, al mismo tiempo, muchos trabajos sin cubrir. ¿Qué está pasando en el mercado laboral? Escucho un doble discurso. Algunos empresarios y dadores de trabajo razonan así: “Los jóvenes quieren empezar ganando lo mismo que los que llevamos treinta años. Por otra parte, han aprendido a vivir de subvenciones. Con lo conseguido por vía legal, un poco de dinero negro y el apoyo de sus padres, tienen para ir tirando. Por eso, no se molestan en buscar trabajo”. 

Muchos de los que no tienen trabajo contrargumentan: “Lo único que ofrecen son trabajos precarios (en realidad, suelen usar otra expresión), duros y mal pagados”. Es probable que la verdad se sitúe en un punto medio. En cualquier caso, una sociedad que tenga tasas de paro tan altas como las que sigue teniendo oficialmente España, no puede aspirar a la paz social.


Ayer, mientras iba conduciendo, oí en una emisora de radio que uno de cada tres niños aspira a ser influencer o creador de contenido en internet. Se ve que les atrae mucho tener seguidores y embolsarse muchos miles de euros. De hecho, la nueva regulación que aprobó el consejo de ministros el pasado martes considera que para ser influencer, en sentido estricto, uno debe tener al menos un millón de seguidores en una red (o más de dos, sumando varias) y ganar más de 300.000 euros al año. Es evidente que no satisfago ninguna de las dos condiciones, así que el título de influencer se lo dejo a mi amigo Heriberto García Arias, aunque tampoco él cumple ni de lejos la segunda condición. 

Más allá de esta anécdota, lo que se percibe es que hay un abismo entre las necesidades sociales, las ofertas laborales y los itinerarios formativos. Las piezas del puzle van encajando a base de empujones y en muchos casos de una buena dosis de sufrimiento. Cuando uno tiene la vida asegurada (fruto de la herencia familiar, del propio trabajo o de la fortuna), no siempre se hace cargo del drama que sufren muchas familias que no consiguen satisfacer sus necesidades mínimas (vivienda, alimentación, educación) con lo que ganan. Sé que no existe una varita mágica para resolver este problema, pero tampoco veo un interés mancomunado entre políticos, empresarios, sindicatos y medios de comunicación para afrontarlo con rigor. Mientras, el deterioro de muchas personas sigue su curso. El trabajo no solo es un modo de conseguir recursos para vivir (o en algunos casos sobrevivir), sino, ante todo, una forma de realización personal y de construcción social. Es, en otras palabras, una fuente de dignidad.


Para completar el cuadro, habría que añadir que entre los trabadores no siempre se da la competencia, responsabilidad y dedicación que serían exigibles. De hecho, hay un verbo muy español que se conjuga a menudo en el ámbito laboral: “escaquearse”. La RAE lo define como 
“eludir una tarea u obligación en común”. No es fácil encontrar personas que cumplan sus obligaciones a cabalidad. Los curricula que aparecen en los papeles no siempre se corresponden con las capacidades reales. Por otra parte, para realizar bien un trabajo no solo se requieren habilidades “duras” (es decir, capacidades técnicas), sino también habilidades “blandas” (empatía, capacidad de trabajo en equipo y de relacionarse con los compañeros, gestión de conflictos, etc.). 

Si el pobre san José levantara la cabeza, estoy seguro de que preferiría volver a su humilde taller nazareno antes que trabajar en alguna oficina de cuello blanco o en una fábrica robotizada. A lo mejor, hasta le apetecía convertirse en influencer, el sueño de tantos nativos digitales. De hecho, lo es, sin saber una palabra de informática. San José de Nazaret, ruega por nosotros.

martes, 30 de abril de 2024

El amor nació en abril


No sé por qué este último día del mes de abril me ha venido a la mente una vieja canción de Mocedades en la que el grupo vasco cantaba con melancolía que “el amor nació en abril / y el otoño se lo llevó / solo fue tal vez un trozo de ayer / y un te quiero de papel”. Me parece que estoy influido por algunas conversaciones en las que varias personas han compartido conmigo la fragilidad de sus relaciones personales. Es como si también estas estuvieran sujetas a la sucesión de las estaciones. Hay una primavera de entusiasmo inicial, un verano de madurez y plenitud, un otoño de progresivo deterioro y un invierno de frialdad y muerte. En muchas personas está instalada esta idea griega del tiempo cíclico, del eterno retorno. Unas relaciones mueren y otras nacen. Llega un momento de la vida en el que predominan las primeras sobre las segundas. 

Cada vez se está extendiendo más la convicción de que los seres humanos no estamos hechos para la fidelidad y la perseverancia, sino para el cambio continuo. Si la sociedad del consumo nos acostumbró a la cultura del “usar y tirar”, la de la información nos está empujando a experiencias intensas pero efímeras. El miedo -casi el pavor- al compromiso definitivo se ha instalado en la mente y el corazón de los más jóvenes. Muchos de ellos provienen de familias rotas o desestructuradas. Desde niños han visto cómo sus padres se separaban o cómo otros adultos iban coleccionando relaciones. No quieren sentirse obligados a una fidelidad que les parece sencillamente imposible y ni siquiera deseable. Se abren camino diversas formas de poliamor o de relaciones consecutivas. 


No es fácil vivir relaciones sanas y duraderas. La familia, que es el primer ámbito afectivo en el que aprendemos a ser queridos y a querer, pasa por una situación crítica. Incluso las familias que parecen admirables desde fuera atraviesan crisis que no siempre se resuelven y que llevan a una incomunicación crónica. Las relaciones de amistad parecen más protegidas, pero también hoy se ven sometidas a una especie de epidemia que mezcla la ficción (tan frecuente en las redes sociales) y el cansancio (tan típico de quien no quiere pasar el umbral de la responsabilidad). Nos gusta tener amigos, disfrutar con las relaciones interpersonales… con tal de que eso no altere nuestros hábitos sacrosantos, no exija más tiempo del deseable y no nos complique demasiado la vida con compromisos añadidos. 

La amistad, entendida como donación recíproca en las duras y en las maduras, se está convirtiendo en una rara avis en la época del individualismo narcisista. Todos queremos estar simultáneamente solos y acompañados. Una imagen muy expresiva de esta realidad es el círculo de adolescentes y jóvenes (compañía) en el que cada uno está pendiente de su móvil (soledad). Queremos gozar de las ventajas de cada situación sin asumir sus respectivos costes. Nos gustaría, en definitiva, que el amor no pasara nunca del mes de abril. A lo más, que se internara un poco en el calor del estío, pero que no llegase al decaimiento del otoño. No sabemos cómo gestionar el paso del tiempo, el cansancio y el aburrimiento.


En este contexto cobran mucha fuerza las palabras de Jesús con las que se cierra el evangelio de Mateo: “Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos” (Mt 28,20). Jesús es, en definitiva, el Enmanuel, el Dios-con-nosotros. No es un amigo de un día o un año. Estará siempre a nuestro lado. Experimentar que él nunca nos deja solos nos permite caminar por la vida con la seguridad de que somos acompañados, de que hay un amor que nos sostiene y que no está sometido al ciclo de las estaciones afectivas. Con Jesús siempre estamos en abril, el mes pascual por excelencia. Por eso, no necesitamos “mendigar” otras relaciones o exigirles una plenitud que no nos pueden dar. 

El amor de Jesús (a menudo invisible y silente) nos permite caminar por la vida sin estar expuestos a peajes o chantajes afectivos, aceptando con paz la radical soledad que nos habita y que solo Dios puede colmar. Sin Jesús, estamos expuestos a creer que los demás son “dioses” que deben satisfacer todas nuestras expectativas, necesidades y deseos. Cuando comprobamos que esto es imposible, nos frustramos y deprimimos. Dejamos de creer en el amor (en la idea un tanto romántica que nos habíamos forjado) y buscamos nuevas personas que reemplacen (siquiera por un tiempo) a las que van desapareciendo de nuestro horizonte afectivo. Nos vemos abocados a una espiral interminable que nos deja siempre insatisfechos.

lunes, 29 de abril de 2024

Apaga el móvil y abre el evangelio


Son palabras pronunciadas por el papa Francisco ayer en su viaje relámpago a Venecia. Se las dijo a los jóvenes que se reunieron con él en la plaza que hay delante de la basílica de Santa María de la Salud. Les dijo más cosas para subrayar la necesidad del encuentro interpersonal. Traduzco un párrafo: “El móvil es muy útil, para comunicarse, es útil, pero ten cuidado cuando tu teléfono móvil te impida encontrarte con la gente. Usa el móvil, está bien, pero ¡conoce gente! Ya sabes lo que es un abrazo, un beso, un apretón de manos: personas. No lo olvides: usa el móvil, pero encuéntrate con las personas”. Un amigo mío, experto en redes sociales, me ha dicho que el papa Francisco no es muy sensible al mundo digital. Es probable que sea así por edad y formación. Pero esa distancia es, por otra parte, la que le permite percibir, como por instinto, los riesgos de un mundo que nos fascina. 

Yo me encuentro a caballo entre el mundo analógico y el mundo digital. Creo que hasta 1985 siempre escribí mis textos a mano o con máquina de escribir. A partir de esa fecha, empecé a usar los primeros ordenadores que hoy nos parecen antediluvianos. Desde entonces han pasado casi 40 años. Eso significa que la mayor parte de mi vida ha estado marcada por la informática y luego por internet. No soy un nativo digital, pero me muevo en este medio con cierta soltura.


Lo que al papa Francisco le preocupa es que perdamos el asombro del encuentro interpersonal, cara a cara, sin la mediación técnica de una pequeña pantalla. Que prostituyamos la sacramentalidad del rostro humano como ventana por la que se asoma lo divino. Por eso, para no caer en esa idolatría adictiva, necesitamos de vez en cuando apagar el móvil y encender el abrazo, cerrar el ordenador y abrir el evangelio. Se trata de gestionar bien las conexiones y las desconexiones. 

Ya sé que un nativo digital no concibe la vida desconectada. Para él (o para ella), la vida es lo que sucede en internet. Ahí encuentra lo mejor y lo peor. A diferencia de lo que ocurre en el mundo desconectado, el nativo digital puede regular a voluntad (es un decir) las interacciones que desea, sin darse cuenta de que lo que, a primera vista, parece un supremo acto de libertad, es, en el fondo, un plegamiento involuntario a la fuerza del algoritmo.


Tras cinco días de reflexión, el presidente del gobierno español ha decidido seguir en el cargo  
“con más fuerza si cabe”. Se despeja la incógnita. Cada vez veo con más claridad que necesitamos fortalecer los mecanismos de la sociedad civil para no depender tanto de las veleidades políticas. Esto lo aprendí en mis años de Italia. Los gobiernos van y vienen. Lo que importa es disponer de un sólido tejido industrial, de unas instituciones académicas y educativas rigurosas y de múltiples iniciativas sociales. Si el gobierno es bueno y competente, mejor. Si no, la sociedad no se hunde porque no depende en exceso de la política. Y algo parecido sucede en Suiza. No sé cuántos lectores de este Rincón saben, por ejemplo, el nombre del presidente de turno de la Confederación Helvética. 

Le pido a santa Catalina de Siena, una de las patronas de Europa, cuya fiesta celebramos hoy, que nos ayude a no perdernos en la maraña de las interpretaciones y a trabajar por un continente unido, justo y solidario.